Y recién entrada la madrugada, sin pensarlo demasiado, metí cuatro cosas en una mochila, me monté en mi coche y conduje sin descanso hasta el amanecer dotó al horizonte de un mágico dinamismo . Entonces, parada obligada para hacer todo aquello que es habitual en un viaje. Sin más demora retomé la marcha. No tenía ninguna prisa pero tampoco era necesario alargar aquello más de lo necesario; no me gusta conducir y los viajes largos son especialmente pesados para los novatos. Crucé la Península y llegué a las carreteras que se abren paso por un paisaje salpicado por pequeños pueblecitos, islas emergidas en un mar de olivos. El sur me recibió con sus casas bajas de blancas fachadas y su luminosidad de siempre. Abrí la puerta de casa y un cúmulo de olores y colores pertenecientes a épocas pasadas se despertaron en mi memoria. Recorrí lentamente las habitaciones, una por una, intentando situar en su lugar cada uno de los recuerdos que aún conservo.
Estaba cansado y algo confuso por aquel choque de sensaciones que no fui capaz de asimilar al momento. Me dejé caer sobre uno de los colchones y sentí un ligero mareo. Intenté reponerme respirando profundamente. Me acabé tranquilizando al recordar el motivo del viaje, el porqué estaba en aquel lugar un viernes a mediodía. Tiempo atrás fue un lugar aislado del resto del mundo, pero aquello se acabó. Comprobar que mi móvil disponía de cobertura me produjo una leve sensación de hastío que solucioné rápidamente apagándolo. Nadie podrá localizarme durante algún tiempo y eso me reconforta. Sentía la necesidad de valorar las consecuencias de lo que rompí, que nunca fue un contrato ni mucho menos tuvo en momento alguno fecha de caducidad. Pero tenía demasiadas cosas en la cabeza y no me sentí con fuerza suficiente para afrontar todo aquel desorden. Cerré los ojos y, poco a poco, fui cayendo rendido ante la llamada de Morfeo.
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